Aquellas grandes casonas

Aquellas grandes casonas
perduran en la memoria

EL TREN DE LA PLAYA







   

                 

          EL  TREN  DE LA PLAYA       

      Se acerca el verano. El mes de Junio va llenando de colorido todo el paisaje minero. La escoria cobriza invade los cerros lejanos. Rojo, verde, azul… Cielo, pinos y cerros luchando por imponer sus colores llenos de vida que impregnan las retinas de los que contemplan diariamente el contraste indescriptible.  Las clases del colegio se han quedado vacías. Ya no se oye el alboroto infantil en el patio del recreo ni los niños afilando pizarrines sobre los muros de cemento. Por fin han llegado las vacaciones tan esperadas  de cada año, las vacaciones de mar y arenas doradas, de dunas salvajes cubiertas de retamas tan olorosas que impregnan los poros  hasta enquistarse en ellos, las vacaciones de pandillas adversarias y de hacer manitas en la oscuridad de la ría, las vacaciones de coger coquinas en la orilla y escaparse a la hora de la siesta, de ir a comprar el pan por los tablones de madera ensamblados por clavos oxidados, de las películas al aire libre del cine de verano, de los esperados guateques con sangría y de las misas en el Cerrito.
      El mes de Junio es mágico. Es el mes del tren de la playa. Todos los viajeros de este tren tan especial, tan cargado de emociones, de colores y olores excitantes, están acostumbrados a ver los trenes negros que,  echando  humo  sin  parar,  llevan  a  los  mineros  de un pueblo a otro de la cuenca después de terminar su turno. Pero el tren de la playa no es el mismo. Sólo está compuesto por la lenta locomotora y tres vagones de varios compartimentos.
      Dentro de unos días el tren saldrá de su letargo invernal para llevarlos a la playa de arenas doradas tan familiar donde pasarán los meses de verano. Para ellos el tren es una aventura maravillosa que se repite cada año, el tren de la Compañía, el tren negro que lleva a madres y a niños a la capital desde donde harán el transbordo a la canoa.
      Dos días antes del gran evento todos están nerviosos: Poché, Elena,  Quisco, Chacho, Espi, Carlos…Tienen que ayudar en casa a hacer el equipaje, el inmenso equipaje empaquetado en baúles de gran tamaño que serán transportados por carretera en un camión hasta la capital, hasta la orilla de la ría que da al embarcadero inglés. Todos los bultos llevan una etiqueta colgando de las asas en donde se puede leer el nombre del dueño y la dirección en donde hay que dejarlos.





      El viejo tren no puede con tanto peso: con tanta ropa de cama, con tantas latas de atún y de leche condensada y con tantos botes de café.
- Que no se olviden las pastillas para el agua, que no es potable.
Los niños no pueden dejar de pensar en el tren.
-         ¡Mira que si lo perdemos!
No se puede llegar tarde porque no espera a nadie. Todos los años sale a las seis de la mañana y hay que estar allí media hora antes.
      Se acerca el día mágico, el viaje encantado. Los niños se acuestan con mariposas revoloteándoles en el estómago. Todos los años les ocurre lo mismo. Están fascinados por el embrujo familiar de su querido tren... El tren de la playa...El tren que va despacito… El tren dormilón. Quedan por delante seis horas de viaje hasta llegar al muelle a lo largo de la ruta del cobre que se acortan parando a descansar de vez en cuando en las pequeñas estaciones blancas y solitarias, engalanadas con grandes campanas roncas, donde se rellenan las cantimploras de agua y se estiran las piernas.

      La noche anterior a la marcha  todo el mundo se acuesta temprano, aunque tardan bastante en dormirse por la emoción.                              
      Son las cuatro y media de la mañana  cuando los mayores se levantan sin hacer ruido para ir recogiendo los últimos cacharros, ir cerrando ventanas y puertas traseras, ir desenchufando los electrodomésticos y las resistencias, ir preparando los bocadillos para el viaje y luego envolverlos y meterlos en las grandes bolsas de rayas de varios colores…

      - ¡Arriba, que perdemos el tren!
      Las abuelas visten a los niños pequeños y las madres cuidan de los últimos detalles: coger las llaves, el dinero, las medicinas, la agenda de direcciones…
      -¡Que llegamos tarde, que se va el tren, venga, rápido! ¡Coge la cesta del gato! ¡La bolsa con la comida está en la cocina!
      -!Que no se olviden las llaves, que hay que dejárselas al guarda!
      Ya se van acercando todos a la estación improvisada: madres, niños, abuelos, tatas, perros, gatos y todo tipo de animales domésticos. Todos se van de vacaciones. Todos se van al mar. Los padres se quedan hasta el fin de semana y despiden a los suyos desde el andén terroso. Empieza a amanecer y el color rojizo del horizonte se va tornando cada vez más penetrante.

      -¡Falta la familia Márquez y el tren se va! ¡No… Allí vienen! ¡Rápido! ¡Arriba!
         
       La campana empieza a sonar, tímida al principio y arrogante después. Los vagones se han llenado de cestas, de bullicio, de almohadones, de jaulas de canarios. Javier trae hasta dos tortugas.
      -¡Vamos a pasar seis horas estupendas!
      Chucuchú…Chucuchú…despacito
      Chukchuk…Chukchuk. Ya va cogiendo velocidad.
      -¡Adiós, adiós, hasta el sábado!
      -¡ Portaos bien.Odedeced a mamá!
      -¡Cuidado con las ventanillas. No se os vayan a llenar los ojos de carbonilla!
      Los niños empiezan a cambiarse de un vagón a otro. Se reúnen por edades.
      -!Vamos a ir al vagón de Con y San!
      -¡Qué fresquito hace!

      El paisaje es espléndido. ¡Qué amanecer! ¡Qué pinos tan verdes! ¡Qué tierra tan roja! ¡Qué cielo tan limpio!

      El traqueteo va adormeciendo el ambiente. Los más pequeños se quedan agazapados en sus asientos y, acunados por el vaivén de los vagones, duermen con la cabeza apoyada en alguna falda cercana. Los mayores juegan a las cartas, a veo veo, a correr por los pasillos, a tirar papeles por la ventanilla, a improvisar canciones, a imitar el ruido de los animales, a decir adiós a los labradores. Se sienten importantes cuando mueven las manos diciendo adiós y la gente les contesta con el mismo  gesto y una amplia sonrisa.

Cuando las tripas empiezan a hacer ruido, cada uno se
dirige a su compartimento a ver qué puede conseguir para
aportarlo al  botín que entre   todos obtengan. Las  fiambreras se
destapan  y  el   olor de los mismos manjares de todos los años
invade el aire:  filetes empanados, tortillas de patatas, croquetas
de jamón, bocadillos de chorizo.
      -¡Qué rico!
      -¡Abrid las mesitas, niños! Así os apoyaréis mejor.
      Los  vasos  de  plástico  expulsan  el  agua  hacia fuera cuando son colocados sobre las frágiles mesas. El traqueteo es inmenso.
      Carlos  quiere  ir  al  servicio.  Tiene  las  manos  negras  de   jugar por el suelo. Su madre le acompaña hasta el cuarto de baño.  No se fía de él ni un pelo pues tiene la manía  de  tirar  piedrecitas  por el water para verlas caer en la vía.
        El tren aminora la marcha. Va llegando a una estación pequeña, a  la del manantial.  Casi  todos  bajan a  beber  agua   y  a  rellenar   las  cantimploras que han quedado vacías durante el trayecto.
            
               -¡Quince minutos!
        Saludan a Manuel,  el guarda, y  a su  mujer, Soledad.  Este    año  están un poco más estropeados.
      Suena la campana…
                     -¡Todos al tren!
                Chucuchú…Chucuchú… Despacito.
                    Chukchuk…Chukchuk… Ya tiene prisa.                                
      Todos  vuelven  a  sus  sitios.  Charlan   animadamente.   Parecen haberse   despejado  con   el   agua  fresca de  la  fuente. Los  perros ladran contagiados por la alegría de sus amos.                                          
                    -¡Qué viene el túnel! ¡No se ve nada! ¡Qué miedo!
             A  lo   lejos   se   adivina   la  claridad. Es  como un  punto amarillo  brillante que va agrandándose poco a poco.
                    -¡Ya pasó!
      Varios chicos se asoman a las ventanillas. El paisaje va  cambiando: las   viñas  empiezan  a  pampanear. El  verde  es  distinto  que el de  los pinos, menos intenso. Ya no hay lomas ni cerros   colorados. Todo es llano. Se ven algunos mulos en los campos circundantes trabajando la tierra, guiados por los labradores. Los   niños saludan con las manos.
                  -¡Adiós! ¡Adiós!
      Se van acercando al mar, a la arena, a la playa dorada, a las retamas, a las pandillas estivales, a los pantalones vaqueros blancos y las camisas de Terlenka a cuadros. Ya queda poco. Hay que empezar a recoger las fiambreras y meterlas en los canastos.
      -El que tenga hambre que se dé prisa, que vamos a llegar.
Los gatos vuelven a sus cestas y los niños que juegan a las canicas en el pasillo empiezan a meterlas en sus bolsitas de cuero. Los que están cantando dejan de hacerlo y guardan la guitarra dentro de su funda de loneta.


      -¡A peinarse todo el mundo. Que ya estamos llegando!
      -¡Pablo, ponte bien los pantalones y lávate los churretes de la cara, que en la canoa no hay lavabo!
      El tren se va parando. Chu-cu-chú…
C-h-u-c-u-c-h-ú…Despacio…
Ya van llegando al muelle. Ya huele a mar. Ya empiezan a sacar las bolsas. Ya corren hacia la canoa. Ya sacan las cajas por las ventanillas. Ya el tren se va quedando vacío. El conductor toca la campana para despedirlos.
      -¡Adiós, adiós, querido tren que nos traes al mar!
      -¡Hasta  dentro de dos meses!
      Sí. Hasta dentro de dos meses cuando, al pensar en la vuelta en el tren de nuevo, se volverán a llenar los estómagos de mariposas revoltosas.  

   Vuelve el tren vacío, silencioso, el chucuchú es más triste. No hay ladridos de perros ni risas en los pasillos. No hay fiambreras ni cantimploras. Cada año se siente más viejo, sobre todo a la vuelta, cuando su campanilla enmudece y el verde de los pinos es menos verde  y el rojo de la escoria es menos rojo y el agua del río es más ácida…



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