Aquellas grandes casonas

Aquellas grandes casonas
perduran en la memoria

VERANOS MÁGICOS EN PUNTA UMBRÍA




                 


                                               VERANOS MÁGICOS EN PUNTA UMBRÍA


      El tren se ha perdido de vista y sus antiguos ocupantes empiezan a meter las bolsas, maletas, cestas y todo lo demás en la canoa que espera en el muelle minero. Hay que tener cuidado con la rampa de madera de entrada porque es un poco empinada. Los niños pequeños se agarran a la cuerda marinera que los protege de caer al agua.
      La canoa es bastante grande y sus asientos de madera que dan al mar empiezan a ser ocupados a trompicones por  los más espabilados.
Los bultos se colocan en la parte trasera bajo una lona grisácea que los reserva de los salpicones de las olas que se van formando en la ría a causa de la hélice de la embarcación. Las personas mayores se colocan, en su mayoría, en el centro de la gran barcaza, que forma un compartimento estanco rodeado de cristaleras blancas.
      Las orillas de la ría empiezan a moverse y las fábricas de la parte izquierda corren en dirección contraria a los barcos. Las marismas están repletas de pájaros que levantan el vuelo con el ruido de los motores. Los niños mayores dicen adiós a los pescadores que están reparando las redes en la orilla y éstos les devuelven el saludo.
      Al chu-cu-chú del tren le sigue el po-pó de la canoa. Las gaviotas la van acompañando a lo largo de todo el recorrido.
      -¡Ya se ve Punta a lo lejos!
      Muchos son los que se ponen de rodillas en los asientos para ver mejor y el patrón del Margarita tira de la cuerda de la campana de bronce para avisar de que están llegando al muelle, al tiempo que aminora la marcha para no chocar con los pilotes de hormigón.
      Son casi las tres de la tarde y no hay mucho movimiento en la plaza . La taquilla de billetes está desierta. En La Española se pueden contar con los dedos de las manos las personas que toman una cerveza o un helado. El hotel que se encuentra en el extremo opuesto de la plaza  tiene más movimiento por los veraneantes que allí se hospedan y que, recién llegados de la playa, se agrupan en la terraza.
      El muelle está lleno de mulos con las angarillas a cuestas preparados para recoger toda la carga que van sacando de la canoa. Los muleros son los mismos de todos los años y los recién llegados los
saludan efusivamente. Montan a los pequeños en la parte superior de los animales de carga sobre unas maderas que sujetan las alforjas y, después de colocar cada cosa en su sitio, se inicia la peregrinación hacia  las casas de los ingleses, subiendo por la cuesta de la iglesia vieja a través de los tablones de madera, ensamblados unos con otros y sujetos con las temibles puntillas herrumbrosas, que protegen los pies de la ardiente arena.
  



      Pasan por delante de la casa del médico, situada junto a la del guarda, que los saluda quitándose el sombrero y dejando al descubierto su cada vez más amplia calva. Allí recogen las llaves.
      La comitiva se diluye formando varios grupos: uno de ellos se dirige hacia el Cerrito y  La Peña, otro seguirá hacia delante, camino de la playa, siguiendo el sendero de las moreras y un tercer grupo gira a la derecha en dirección a las  Tres Marías.
      Parece una romería, aunque un poco extraña.
-         ! No os quitéis las sandalias que si os claváis una puntilla os puede entrar el tétanos, como al niño de la casa del árbol grande!
      La comitiva es cada vez menos numerosa. Las distintas familias se van quedando en las casas que les han correspondido, teniendo en cuenta el número de miembros por los que están integradas.
      El camino principal está formado por una doble hilera de losas rectangulares de color claro. Están pegadas unas a otras y los mulos pueden caminar ahora mejor que por la arena o por los tablones de madera.
      El paisaje es, para el que no lo conozca, un poco desolador por su aire desértico y africano. De vez en cuando se divisa un oasis de pinos verdes y, a lo lejos,  dunas onduladas  cubiertas de retamas, uñas de león y jaramagos dispersos.
      Las casas de los ingleses no tienen pérdida pues son las responsables de que el paisaje rompa su horizontalidad, elevándose un poco. Están construidas sobre pilares encalados de un blanco reluciente .   Más de treinta hay debajo de cada casa. Se accede a ellas  
a través de unas escaleras bastante anchas de madera flanqueadas por una barandilla que dan a una marquesina resguardada del sol por las típicas esteras andaluzas. Los niños, que están deseando llegar para resguardarse del tórrido sol estival, hacen carreras para ver quién sube antes. Tras ellos van los adultos: las madres con las llaves en la mano, llave de cabeza redonda y ancha, con no menos de quince centímetros de largo, para abrir las puertas que dan acceso al interior de los bungalows.

      Todo sigue igual: el comedor con sus muebles coloniales, las vajillas y cristalerías con las iniciales R.T.C. ( Rio Tinto Company), su nevera de hielo revestida de estaño, el olor a cerrado de todo el invierno, los dormitorios con las camas metálicas y sus mesillas de noche de patas altas, el cuarto de baño con su ducha primitiva, la cocina con sus hornillos redondos, sus fresqueras y grandes plateros de madera.
      Pero lo que más les gusta a los niños es mirar por entre los huecos de las tablas del suelo hacia la parte de debajo de los pilares donde, entrado el verano, se refugian algunas parejas de novios a las que espían.

       Los baños de zinc siguen donde siempre. Todas las mañanas se llenan de agua y se ponen al sol para que cuando los niños vengan de la playa se bañen con agua calentita.
      Las casas están muy frescas, impregnadas de esa brisa marinera que tanto gusta a los que no disfrutan de ella más que en verano.
      Más tarde, empiezan a deshacer las maletas y a colocar cada cosa en su sitio. Los dormitorios se echan a suerte, menos el de los padres por ser el mayor.
      Hasta el día siguiente no se puede poner en funcionamiento la nevera, ya que la fábrica de hielo de la plaza no abre más que por la mañana, que es cuando los mulos traen las  inmensas barras rectangulares  envueltas en tela de saco para que no se derritan por el camino.                                                                                   

      A partir de ahora empieza el veraneo: los baños en la playa, los corrillos bajo los toldos multicolores, la recogida diaria de coquinas, escarbando en la arena con el pie, las patatas fritas y los parisién, los ricos parisién, las pipas de melón y calabaza puestas a tostar al sol, las peroratas de don Sebastián, el párroco, exigiendo mangas largas para la comunión y paseando a caballo por la playa para vigilar el tamaño de los bañadores; el cine de verano, las pandillas de todos los años, los guateques con sangría y discos de cuarenta y cinco; las idas y venidas a los almacenes Arcos , Vilima, la panadería Río; el mercado, las carreras por la plaza, los cartuchos de camarones  y de bocas; los helados de cucurucho, las broncas por llegar tarde; ver coser las redes a los pescadores, los paseos por la ría…                                                  
  
El tren se ha perdido de vista y sus antiguos ocupantes empiezan a meter las bolsas, maletas, cestas y todo lo demás en la canoa que espera en el muelle minero. Hay que tener cuidado con la rampa de madera de entrada porque es un poco empinada. Los niños pequeños se agarran a la cuerda marinera que los protege de caer al agua.
      La canoa es bastante grande y sus asientos de madera que dan al mar empiezan a ser ocupados a trompicones por  los más espabilados.
Los bultos se colocan en la parte trasera bajo una lona grisácea que los reserva de los salpicones de las olas que se van formando en la ría a causa de la hélice de la embarcación. Las personas mayores se colocan, en su mayoría, en el centro de la gran barcaza, que forma un compartimento estanco rodeado de cristaleras blancas.
      Las orillas de la ría empiezan a moverse y las fábricas de la parte izquierda corren en dirección contraria a los barcos. Las marismas están repletas de pájaros que levantan el vuelo con el ruido de los motores. Los niños mayores dicen adiós a los pescadores que están

reparando las redes en la orilla y éstos les devuelven el saludo.
      Al chu-cu-chú del tren le sigue el po-pó de la canoa. Las gaviotas la van acompañando a lo largo de todo el recorrido.
      -¡Ya se ve Punta a lo lejos!
      Muchos son los que se ponen de rodillas en los asientos para ver mejor y el patrón del Margarita tira de la cuerda de la campana de bronce para avisar de que están llegando al muelle, al tiempo que aminora la marcha para no chocar con los pilotes de hormigón.
      Son casi las tres de la tarde y no hay mucho movimiento en la plaza . La taquilla de billetes está desierta. En La Española se pueden contar con los dedos de las manos las personas que toman una cerveza o un helado. El hotel que se encuentra en el extremo opuesto de la plaza  tiene más movimiento por los veraneantes que allí se hospedan y que, recién llegados de la playa, se agrupan en la terraza.
      El muelle está lleno de mulos con las angarillas a cuestas preparados para recoger toda la carga que van sacando de la canoa. Los muleros son los mismos de todos los años y los recién llegados los
saludan efusivamente. Montan a los pequeños en la parte superior de los animales de carga sobre unas maderas que sujetan las alforjas y, después de colocar cada cosa en su sitio, se inicia la peregrinación hacia  las casas de los ingleses, subiendo por la cuesta de la iglesia vieja a través de los tablones de madera, ensamblados unos con otros y sujetos con las temibles puntillas herrumbrosas, que protegen los pies de la ardiente arena.
      Pasan por delante de la casa del médico, situada junto a la del guarda, que los saluda quitándose el sombrero y dejando al descubierto su cada vez más amplia calva. Allí recogen las llaves.
      La comitiva se diluye formando varios grupos: uno de ellos se dirige hacia el Cerrito y  La Peña, otro seguirá hacia delante, camino de la playa, siguiendo el sendero de las moreras y un tercer grupo gira a la derecha en dirección a las  Tres Marías.
      Parece una romería, aunque un poco extraña.
-         ! No os quitéis las sandalias que si os claváis una puntilla os puede entrar el tétanos, como al niño de la casa del árbol grande!
      La comitiva es cada vez menos numerosa. Las distintas familias se van quedando en las casas que les han correspondido, teniendo en cuenta el número de miembros por los que están integradas.
      El camino principal está formado por una doble hilera de losas rectangulares de color claro. Están pegadas unas a otras y los mulos pueden caminar ahora mejor que por la arena o por los tablones de madera.
      El paisaje es, para el que no lo conozca, un poco desolador por su aire desértico y africano. De vez en cuando se divisa un oasis de pinos verdes y, a lo lejos,  dunas onduladas  cubiertas de retamas, uñas de león y jaramagos dispersos.
      Las casas de los ingleses no tienen pérdida pues son las responsables de que el paisaje rompa su horizontalidad, elevándose un poco. Están construidas sobre pilares encalados de un blanco reluciente .   Más de treinta hay debajo de cada casa. Se accede a ellas  
a través de unas escaleras bastante anchas de madera flanqueadas por una barandilla que dan a una marquesina resguardada del sol por las típicas esteras andaluzas. Los niños, que están deseando llegar para resguardarse del tórrido sol estival, hacen carreras para ver quién sube antes. Tras ellos van los adultos: las madres con las llaves en la mano, llave de cabeza redonda y ancha, con no menos de quince centímetros de largo, para abrir las puertas que dan acceso al interior de los bungalows.

       Todo sigue igual: el comedor con sus muebles coloniales, las vajillas y cristalerías con las iniciales R.T.C. ( Rio Tinto Company), su nevera de hielo revestida de estaño, el olor a cerrado de todo el invierno, los dormitorios con las camas metálicas y sus mesillas de noche de patas altas, el cuarto de baño con su ducha primitiva, la cocina con sus hornillos redondos, sus fresqueras y grandes plateros de madera.
      Pero lo que más les gusta a los niños es mirar por entre los huecos de las tablas del suelo hacia la parte de debajo de los pilares donde, entrado el verano, se refugian algunas parejas de novios a las que espían.
      Los baños de zinc siguen donde siempre. Todas las mañanas se llenan de agua y se ponen al sol para que cuando los niños vengan de la playa se bañen con agua calentita.
      Las casas están muy frescas, impregnadas de esa brisa marinera que tanto gusta a los que no disfrutan de ella más que en verano.
      Más tarde, empiezan a deshacer las maletas y a colocar cada cosa en su sitio. Los dormitorios se echan a suerte, menos el de los padres por ser el mayor.
      Hasta el día siguiente no se puede poner en funcionamiento la nevera, ya que la fábrica de hielo de la plaza no abre más que por la mañana, que es cuando los mulos traen las  inmensas barras rectangulares  envueltas en tela de saco para que no se derritan por el camino.                                                                                    

      A partir de ahora empieza el veraneo: los baños en la playa, los corrillos bajo los toldos multicolores, la recogida diaria de coquinas, escarbando en la arena con el pie, las patatas fritas y los parisién, los ricos parisién, las pipas de melón y calabaza puestas a tostar al sol, las peroratas de don Sebastián, el párroco, exigiendo mangas largas para la comunión y paseando a caballo por la playa para vigilar el tamaño de los bañadores; el cine de verano, las pandillas de todos los años, los guateques con sangría y discos de cuarenta y cinco; las idas y venidas a los almacenes Arcos , Vilima, la panadería Río; el mercado, las carreras por la plaza, los cartuchos de camarones  y de bocas; los helados de cucurucho, las broncas por llegar tarde; ver coser las redes a los pescadores, los paseos por la ría…                                                  
 
      Vuelve el tren vacío, silencioso, el chucuchú es más triste. No hay ladridos de perros ni risas en los pasillos. No hay fiambreras ni cantimploras. Cada año se siente más viejo, sobre todo a la vuelta, cuando su campanilla enmudece y el verde de los pinos es menos verde , y el rojo de la escoria es menos rojo y el agua del río es más ácida…