Aquellas grandes casonas

Aquellas grandes casonas
perduran en la memoria

TREINTA AÑOS DESANDADOS


TREINTA AÑOS DESANDADOS,

poemario escrito por

Mª TERESA HUNT


A Leonard Cohen, poeta

Reunámonos mañana, si lo quieres,
en la playa, bajo el puente
que están construyendo sobre algún río infinito.
L. Cohen


Oh, nostalgia demoníaca,
gozo de cementerios audaces
y nacimientos precoces.
Celia Gourinski

Las existencias son pocas:
desaparecen en la curva del tiempo
o se transforman en locura.

Laura Valenti


PUERTA DE ACCESO




Treinta años desandados
por un deseo de ternura
al filo de la tarde.

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Desandar lo andado no es fácil.

No es fácil volver de puntillas,
después de la criba del tiempo,
sintiendo un dolor pasajero
que demora aún su huida.

No es fácil mirar las heridas
cubiertas de costra reseca
sin caer en brunos abismos
colmados de mortal silencio.

No es fácil segar la tristeza
anquilosada en la memoria
con hoces de olvido y quimera
desgastadas por el tedio.

No es fácil revivir congojas
sin que el corazón marchito
agonice contrariado
y salga a flote de nuevo.

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Por mucho que me aleje
regreso al tablero de ajedrez
que nada en el vacío
con las torres y caballos
jadeantes tras la huída.

Reiterativamente
me quedo colgada
en las motas de polvo
que descienden , cautas,
por los haces de luz
del arco iris seco.

Buceo entre sonidos familiares
que aturden y consternan
y falacias auditivas
que anestesian los sentidos.

El golpe sordo de una puerta
al cerrarse de repente
ha roto el hechizo
del viaje imaginario
con el lápiz y el papel.


De nuevo, nadar en el vacío
como un náufrago en el tiempo
desdibujando arrecifes
y persiguiendo faros
fundidos de por vida.

Fingida vuelta atrás.
En los oídos retumban
los ruidos estridentes
de los grillos.


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He descubierto en la distancia
que pasar la yema de los dedos
sin ser vistos
por los planos imaginarios
del pasado
ayuda a eludir arritmias.

La visión del escenario
en miniatura
concede una perspectiva
tal vez cósmica
de los hechos:
cambiar rostros, expresiones,
mover piezas libremente,
tornear, invertir, esquivar,
es tan fácil que hasta asusta;
repoblar calles, aceras,
extirpar reliquias falsas,
reanimar lo entumecido
desesperadamente.

He deseado seguir
moviendo piezas
y hermosearlas
con persistencia.


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Miro a lo lejos
con gafas azules
de olvido.

Miro a lo lejos
flotando en nubes
varadas.

Miro a lo lejos
y maquillo caras
borrosas.

Miro a lo lejos
cansado el corazón
a ratos.

Miro a lo lejos
contemplando quieta
el ocaso.

Miro a lo lejos
y me acerco.


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PAISAJES EXTERNOS



Celosías cubiertas
de jazmines.

Azul brillante
el cielo.

Pocas nubes
flotando.

Un fuerte sol
entre eucaliptos.

La escoria roja
al fondo.

Un mar de pinos
en el horizonte.

Olor a retama
reseca.

Los nenúfares flotan
en el estanque.

Eolo
duerme la siesta.

Vuelve el verano
de nuevo.






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Me impresiona el olor
siempre que vuelvo:
el olor de las mantas
guardadas con alcanfor,
el olor de los armarios
repletos de desechos,
el olor de los jazmines
bajo la ventana,
el olor de los pinos
intenso y masticable,
el olor de los libros
hepáticos de tiempo,
el olor de la tierra
después de regada,
el olor de la tarde
con el sol al fondo.

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Era otro viento
el que movía aquellas ramas.

Un viento huracanado,
desinhibido y amotinado,
insumiso hasta la saciedad.

El estribillo
del remolino de hojas
escoltaba al insurrecto
como un guardián en el centeno.

La esquizofrenia de los arbustos
tardó algún tiempo en diluirse.



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Sombras de estío:
cambiantes siluetas clandestinas,
agazapados eclipses de sol
bajo copas demacradas,
escorzos confusos
de objetos despojados de secciones,
osadas secuestradoras
de gestos y caricias,
ineludibles puertos de travesías solares.
Girasoles descoloridos de penumbra,
fragmentos de crepúsculos itinerantes.

Sombras de estío:
asilo de desafectos callados,
fortaleza de frescura sin paredes,
deformes atalayas de la tarde,
catedrales de aire y silbidos.

Sombras de estío:
dilatadas extensiones
de inmunidad absoluta.



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Gotas de lluvia nocturna
sobre la melena del ciprés
deprimido
por la negrura intensa
de un universo pardo.

Gotas de lluvia nocturna
sobre el río Mississippi
tan lejano
susurrado tantas veces
por cantantes ribereños.

Gotas de lluvia nocturna
invadiendo las aceras
desiertas
cubiertas de huellas
desertoras de andaduras.

Gotas de lluvia nocturna
sobre los bancos del parque
desolados
y cubiertos por un lodo
frecuente por repetido.

Gotas de lluvia nocturna.

Observadas tras cristales
enturbiados por un vaho
enquistado
en la transparencia rota
de la maltratada luna.


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Esperaba desde hacía horas
sentada en las lajas grisáceas,
las piernas sujetas con las manos,
reprimiendo aciagos pensamientos.

Se oían motores desde la esquina
pero los rugidos se diluían
al tomar la pendiente
hacia el pantano.

Ya era tarde.
No merecía la pena
esperar más.

Los colores rojizos
del fondo
quedaron suspendidos
sobre una nube
de tiempo.


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Recuerdo la orilla pedregosa
del Odiel , silencioso, transparente.
Los alcornoques de copas anchas
mitigando el sol del verano
y los guijarros grisáceos
del fondo del riachuelo
reflejando las sombras de la tarde.
Las tortugas esperando, vigilantes,
la llegada de libélulas e insectos.
El olor del verano, tan intenso,
colmando los perturbados sentidos.

Recuerdo las bellotas en el suelo
coronadas con boinas grisáceas
alfombrando los riscos puntiagudos
con su profunda oscuridad brillante,
y el color rosáceo del atardecer
sobre el horizonte de escoria quieta
salpicada de pinos un poco anémicos
que coronaban las lomas del paisaje,
y la interminable carretera
endurecida por curvas y baches.

El pantano era verde.
Como los pinos.

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Llueve, pero sólo por dentro.

El sol luce aleonado
en aquel cielo de Agosto
pero llueve por dentro
a cada instante
como si las humedades boscosas
del intenso invierno
salpicaran las paredes
de un corazón gélido,
abuhardillado y encogido
en su desprotección eterna.

Llueve por dentro,
en gris oscuro.
El cárdeno barrizal
se extiende lentamente
por unas venas acorchadas,
escuálidas, indiferentes.

Llueve, pero sólo por dentro.

El sol quema en Agosto.

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La montaña sonaba de la misma manera.

Escuché atentamente las carreras del viento
entre pinos dispuestos a seguir con el juego
a través de los huecos que dejaban sus brazos.

Las agujas binarias del color de la escoria
eran despojos en V de sólo dos piernas
que guarecían del calor de las primeras horas
a los hormigueros solapados bajo la tierra.

El tiempo ha pintado de marrón las losas blancas,
ha teñido de verde los filos de las aceras,
y ha oxidado en silencio las barandillas del alma.

La montaña sonaba de la misma manera.


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Eucaliptos tatuados
olvidados en el fondo
del sendero.

Ni un rastro de las letras
grabadas con lajas grises:
M y J, P y Q,
rodeadas por linderos
de corazones partidos
por la flecha de Cupido.

Con una llave oxidada
volví a escribir iniciales
en el tronco moteado
de aquel eucalipto viejo.


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El buzón vacío enmohecía en silencio
con su boca oscura de payaso mellado.

Sus bostezos rectangulares e inertes
presagiaban una cierta desidia rota
por la mano crispada de uñas largas
que acariciaba torpemente una ausencia
aderezada con sueños imaginarios,
magnificados por el tiempo y la demora.


El buzón vacío enmohecía en silencio
mientras no llegaban las cartas deseadas
durante años de espera malograda.


El buzón vacío se llenaba de baladas
escritas con plumas de locura apasionada
para ser leídas con insistencia obsesiva.

El buzón dormía la siesta todo el año.


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El pisapapeles dormitaba
sobre el aparador polvoriento
cuando aquella tarde de septiembre
el bohemio sopor post-almuerzo
me trasladó sin abonar tasas,
como siempre ocurre en verano,
al vado permanente perpetuo
de un reducto intacto del pasado.

La misma transparencia redonda
cubría los haces de colores diversos
fingiendo fuegos artificiales.

Inmóvil observaba el objeto.

Bóveda de espejo torneada,
distorsión de lágrimas inversas
clavadas en una nube plana
con trozos de fingidos cristales.
Zona despejada de colores,
limpia de nubes, sólo el aire.
La base, de nuevo alfombrada
de corales y lapislázulis,
se unía a veces, al moverla,
con la misma redondez convexa
que a menudo deformaba la imagen.

Mi mano y la bola de cristal.

Dieron las siete en el reloj.


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De nuevo he oído
la campana de bronce
tañendo solitaria.
Y la imagino
posada en la repisa
como una bailarina
de piernas invisibles
luciendo su dorado
vestido tintineante,
a veces inmutable
silenciando llamadas
arisca de piruetas
a veces eufórica
tras la rítmica danza
que muestra su llamador
desnudo de reposo.

El sudor invisible
enfría su carcasa
amarillenta.


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A lo lejos, el mar.

Dunas emboscadas
tras el verde de los pinos
salpicadas de restos
de vasijas romanas.

A lo lejos, el mar.
Huellas moldeadas
en la arena
por reposados paseantes.
Conchas multiformes
esparcidas a lo largo
de una alfombra dorada
que deslumbra la vista.

A lo lejos, el mar.
Horizontal, el mar.
Azul, el mar.
Verde, el mar.
Encrespado a veces.
Sosegado a veces.
Espuma salada.

A lo lejos, siempre el mar.
Desde lo alto
el horizonte azul
interminable,
inabarcable:
hacia el fondo,
perdida la mirada
y colgada en las velas
de los barcos lejanos.

El mar,
de nuevo, el mar.

Huele a marea baja,
y a pinos,
y a algas huele.

A lo lejos, el mar…

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Los senderos empedrados
delineados por setos
de rosales y petunias
configuraban un mapa
de entresijos sombreados
que invitaban a mirarlos
desde el final del camino.

Las pandillas juveniles
aprovechaban las sombras
de eucaliptos y moreras
para planear la tarde
de un verano caluroso.

Con un baño en el pantano
y una larga caminata
finaliza la jornada.
Cada verano es distinto.

Devaneos amorosos
incipientes.
Las toallas compartidas
sobre el suelo.
Toscas insinuaciones
tentadoras.
Anímicas sacudidas
sin aviso.

Tú me gustas yo te gusto.

La pulsera de testigo.


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